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Miércoles, 12 Mayo 2010 23:52

Silvia Barella: Juanucho

Escrito por Silvia Barella

Para Amalia Vicuña Armstrong

Desde la parte más elevada de las graderías el niño estira la vista para no    perder detalle del partido de entrenamiento entre los equipos A y B. Sin dejar de mirar la cancha se pasa repetidas veces la manga de la chaqueta por las narices; frota uno contra otro sus pies descalzos. Hace frío. De pronto se contrae su cuerpo, aprieta los dientes, después afloja sus músculos.  Por su carita sucia pasan todas las emociones del juego.  Junto al niño, como silencioso compañero, hay un atado de diarios y revistas.

 

Juanucho es el único espectador en el estadio. Todos los días llega hasta él, y después de hacer una serie de escaramuzas y de burlar a los empleados, consigue instalarse en las graderías. El seleccionado de fútbol está entrenando a diario, rigurosamente; se acerca la temporada internacional.

El niño día a día, cauteloso, va acercando su ubicación y sin que nadie le diga nada, ha llegado a la vera de la cancha. Trata de pasar inadvertido y muy quieto contempla el correr de los jugadores. Sus ojos siguen el balón y de pronto como si éstos tuvieran imán, llega la pelota cerca de él. El cuerpo del muchacho se estremece e instintivamente tiende sus brazos para tomarla, más, se queda inmóvil.

II

— ¡Tírala, cabro!

Juanucho da un salto, se desparraman los diarios. Coge la pelota; hubiera querido acercarla, apretarla contra su pecho. Una pequeña carrera y da un puntapié al balón. Los ojos del niño se quedan llenos de luz y las manos como acariciado aún la pelota.

Transcurren los días. Juanucho trata de ser útil y de agradar a todos los jugadores, como para compensar en parte la felicidad que le dan al admitirlo y brindarle esos momentos entre ellos. Pasa una toalla, trae agua y corra incansablemente detrás de la pelota para tirarla a uno y otro jugador. Todo es p'ara el niño un sueño maravilloso; llega a olvidar los retos y castigos del padre, cuando al llegar a su casa, no sabe cómo explicar por qué ha vendido tan pocos diarios.

— ¡Juanucho, aquí, aquí!

El niño queda inmóvil con la pelota entre las manos.

— ¡Chutea, pues cabro!

El muchacho lanza la pelota.

Juanucho, Juanucho, repite suavemente. Lo han llamado por su nombre; ellos, los cracks, lo recordaban. Se acurruca en el suelo. Su nombre vitara en el aire y lo arrulla. Apoya la cabeza en uno de los maderos del arco y bajo su raída chaqueta el corazón le salta orgulloso.
Llegó el día del primer partido internacional. El estadio está repleto. Ansiedad y espera. Por el túnel norte portando una gran bandera chilena aparece el equipo visitante, y, casi en seguida, por el túnel sur entran nuestros, jugadores llevando la bandera del país con el cual se enfrentarán. Los aplausos se mezclan.

Tras el seleccionado nacional, va Juanucho, muy erguido, con paso firme y gallardo. De vez en cuando mira sus zapatos nuevos, regalo de los jugadores. El público de pie escucha el himno de los dos países. Dentro del corazón del niño hay un tremolar de banderas y altivo eleva sus ojos hacia la noche estrellada.

Al promediar el segundo tiempo y estando aún el marcador en blanco, el público impaciente; pifia y grita. Quieren goles.

Juanucho, diminuto, perdido entre el gentío, sufre. Apoya la cabeza entre sus brazos. Sueña: "ahí va Juanucho. Juega el Domingo, ¿viste su fotografía en el diario? Es mi hermano, él hizo el gol del triunfo. La camiseta roja ¿dónde está? No, no, papá no la rompas. ¿Vendiste diarios, estúpido?"
Gooooool, gooooool chileno.

El estadio se estremece. Juanucho bruscamente vuelve de sus sueños, los cuales se mezclan con el presente. Brillan sus ojos, húmedos, y llega a pensar que fue él quien metió el gol. En la cancha los jugadores se abrazan. El júbilo corre por graderías y tribunas, encienden diarios y papeles y en medio de gran euforia transcurre el resto del segundo tiempo. El pitazo del árbitro da por terminado el partido y el triunfo del equipo de casa.

Comentarios, risas.  Las graderías van quedando solas.
Juanucho, con los zapatos en la mano, (le duelen terriblemente los pies) se dirige al camarín de los jugadores. Camina lentamente, le parece que el griterío de la hinchada corriera aún por todos los ámbitos del estadio.

El niño se detiene en la puerta del camarín de los jugadores, de sus cracks. Dentro hay gran bullicio: periodistas, fotógrafos, entrevistas en la radio, risas, cantos. El muchacho desde el umbral de la puerta, contempla emocionado y goza con la alegría reinante. De pronto uno de los jugadores lo descubre:

— Juanucho, miren, ahí está Juanucho.

Se produce un silencio, algo extraño, todos lo miran. Siente un gran calor en la cara, y más aún al darse cuenta que lleva los zapatos en la mano, está confuso:
—Me aprietan un poquito, dice tímidamente, tratando de esbozar una sonrisa.

—Acércate, Juanucho. Tenemos un recuerdo para tí. Tú has sido nuestra mascota y por acuerdo unánime hemos decidido regalarte la pelota con la cual hicimos el gol del triunfo.
Juanucho, temeroso, radiante la mirada no se atreve a tender las manos ¿es una broma? piensa.

El jugador le entrega el trofeo maravilloso y acaricia el desordenado cabello del muchacho. Todos le dicen algo cariñoso. ¿No es acaso ese niño, el símbolo de casi todos los niños del mundo? ¿Quién no soñó a la vera de una cancha de fútbol?

— Y ahora a tu casa. Mañana descanso y el lunes, mucho cuidado con llegar atrasado al entrenamiento.

Juanucho, desde la puerta, sin poder hablar, los envuelve a todos en su agradecida mirada. Aprieta entre sus brazos la pelota, su primer par de zapatos nuevos y los diarios de los cuales no ha vendido ninguno, y sintiéndose dueño del mundo, abandona el estadio.

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